Uno de los inventos técnicos más revolucionarios de la humanidad.
Después de trece siglos en los que existía la creencia de que la ceguera era un castigo divino por los pecados cometidos, todo cambió cuando tuvo lugar en Italia una invención maravillosa: las gafas. Lo cierto es que pudo ser en Venecia, la ciudad de los canales y del vidrio de Murano. Esto sucedía a finales del siglo XIII, época en la que las distintas ciudades de la península italiana estaban a punto de convertirse en el auténtico ombligo del mundo en cuanto a producción artística y arquitectónica. Pero en este final de siglo, Venecia aún era un puñado de islas separadas por canales salvables mediante rudimentarios puentes de madera, con pequeños talleres artesanos de aspecto medieval. En estos abigarrados talleres había artesanos de varios oficios y entre ellos los sopladores de vidrio. Conocedores del difícil arte de moldear la materia transparente, alguno de estos artesanos observó un día que colocando uno de estos fragmentos de vidrio delante de los ojos, podía ver los objetos con mayor nitidez. Al construir un mecanismo que permitiera mantener estas lentes delante de los ojos, nacían las primeras gafas.
Fue un monje dominico quien, desde el púlpito, habló abiertamente de los binóculos: la ciencia había vencido sobre la creencia de la expiación por nuestros pecados. Hoy día no hay ninguna duda que la pérdida de visión por el paso del tiempo es un proceso natural, la presbicia, pero los hombres de la Edad Media buscaron una explicación religiosa.
Las primeras gafas eran anteojos articulados que se apoyaban sobre la nariz. Cuando el pivote de articulación se desgastaba, tenían que sujetarlas con la mano. A veces se usaban como monóculos, como ahora utilizamos una lupa. El puente no se añadió hasta el siglo XV. La primera ciudad de Europa donde se pudieron adquirir gafas, más allá de tierras italianas, fue en Barcelona. Después en otras grandes urbes de la época: Frankfurt, París, Estrasburgo y Valencia. Como ocurre con los productos recién inventados, su comercialización se vinculó al lujo, y las grandes fortunas de la época estaban en estas ciudades.
Hay documentación de personajes ricos que dispusieron de estas primeras gafas. Pere Sabater, notario de Tarragona y propietario de una de las grandes bibliotecas de su ciudad: en su escritorio se hallaron cinco gafas guardadas delicadamente en un estuche. Gaspar Ferrer fue un canónigo de la catedral de Lérida y poseía unas gafas guardadas en un arcón de su habitación, al lado de su cama, probablemente porque era lector antes de dormir. El artesano de plata, Romeu de Feudo, tenía en su taller una caja con unas costosas gafas junto a una tablilla de muestras de anillos, posiblemente porque su detallado trabajo requería del nuevo invento.
Aquel artesano del vidrio que inventó los anteojos, hace ahora más de siete siglos, nunca pudo imaginar la trascendencia que iba a tener su descubrimiento.
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